«Este es tu escritorio. A partir de ahora trabajas en el diario La República. Ojo, entras a trabajar y no a practicar. Aquí no se practica, se trabaja. Semanalmente vas a ganar…»
No recuerdo la cifra que Nilo Espinoza dijo, pero sí, de que a la siguiente semana, luego de felicitarme por mi desempeño me aumentó el pago mensual. A la tercera semana me volvió a aumentar y me envió a Ayacucho para cubrir un caso de terrorismo.
Todos los lunes entregábamos nuestros recibos. Ese proceso era normal. Lo que era anormal era la forma en que nos pagaban cada semana mediante una ventanilla que daba al jirón Camaná. La molestia por hacer la cola se acrecentaba por la incertidumbre de no saber si nuestro recibo estaba entre “los elegidos de la semana”. Si no se era parte de ese grupo privilegiado, el furioso y frustrado periodista empezaba una ruta por tocar la puerta del administrador que siempre salía con explicaciones torpes como: “se nos perdió tu recibo”.
A pesar de estos contratiempos, la calidad del trabajo que realizábamos era muy bueno. En el caso de mi generación, aquellos que estábamos entre los 23 y 30 años, teníamos la ambición de ser cada vez mejores, de superar la mediocridad en la que vivía el país.
Gran parte de nuestro dinero servía para adquirir libros nuevos o los usados que nos traía el gran “Veguita” (José Vega) que falleció en 2013. Nuestra vocación de periodistas trascendía la sala de redacción, pues queríamos impactar más allá de la frontera periodística. Es decir, todos andábamos en búsqueda de historias y también vivir, para emprender la escritura de una novela, un cuento o hacer un reportaje de no ficción. En mi caso, yo estaba siempre en poesía. Ya había escrito cientos de poemas que luego convertí en Caballero de Bosque y andaba con otros proyectos que luego incluí en el libro Avenida Amarilla, publicado en 2007.
Al comenzar 1989, a Nilo se le ocurrió publicar un diario y me invitó a ser parte del proyecto junto al escritor piurano Teófilo Gutiérrez y Enrique “Quico” Rodríguez. Así, en el verano de ese año, sacamos la primera edición de “La Opinión” que estuvo en circulación todo 1989. Se cerró porque el accionista que apoyaba al diario perdió la presidencia de la empresa.
Está claro que los que estábamos en La Opinión no teníamos ningún beneficio porque nos pagaban mediante recibos. Así es que, simplemente, nos dijeron que ya no volviéramos. En este tipo de cierres sorpresivos no hay agradecimientos, ni frases desabridas como “ha sido un gusto conocerte”. Simplemente, te cierran la puerta y no vuelves a ingresar.
A mí me volvieron a llamar algunos meses después para ser parte de “Cursor”, revista de tecnologías de la información, que Luis Seminario, sobrino de Gustavo Mohme Llona, tenía en mente y que otros editores no habían podido sacar adelante, desde hace varios meses. En el proyecto estaba Nilo y eso propició que la primera revista de TI de distribución masiva (más de 175 mil ejemplares en la primera edición, 15 de mayo de 1990) saliera al mercado en Latinoamérica, para convertise en la pionera en su género en toda la región.
(continuará)