El Centro Histórico de Lima necesita un alcalde. Lima necesita una revolución para convertirse en una ciudad para seres humanos, para los que quieren vivir en armonía, en paz, con bienestar y disfrutando de espacios libres, zonas verdes, lugares para el arte y la diversión familiar. Lima necesita ordenarse para detener el crecimiento del caos que aplasta toda idea de evolución.
Esta exigencia y esperanza no se sustenta en la añoranza de los antiguos limeños, cuando Lima era llamada La Ciudad Jardín. Eso ya pasó y hoy necesitamos superar lo que antes era orgullo. Es necesario que llevemos a las ciudades del Perú a un nivel superior para que podamos vivir con dignidad y confort. Ciudades para los seres humanos, con menos cemento y más áreas verdes. Los ciudadanos merecen vivir en espacios agradables y decentes, que les asegure un aire limpio y en el que se respete sus derechos, brindándoles explicación sobre la actuación de las autoridades.
El Centro Histórico de Lima huele mal y no es agradable para los ojos. Las calles de Lima son desagradables para el peruano que quiere recorrerla y para el turista extranjero que viene con la idea de encontrar una ciudad con historia y hermosa arquitectura.
Lima no necesita un alcalde, ya lo tiene. Es el enemigo dentro de la casa que actúa como amo y señor. Hace lo que quiere, en el tiempo que le da la gana y en donde le venga el capricho. Como los habitantes son despreocupados y no tienen poder -tampoco les da la gana de actuar- el personaje que dirige la ciudad, se siente todopoderoso y pisotea el buen gusto y las maneras civilizadas de relacionarse con las personas.
Lima necesita ciudadanos comprometidos con la decencia, la ética y la higiene. Personas responsables y conscientes de que el orden y la higiene son fundamentales para el desarrollo del ser humano. No es posible que las paredes de los edificios históricos, los monumentos y las iglesias huelan a orine y a heces. Es difícil caminar hablando o disfrutando de un helado mientras se observa un balcón (a punto de caerse y despintado), porque el olor a podredumbre lo invade todo y descerebra al transeúnte. En este verano, caminar por las calles de Lima es una pestilente tortura. No es para seres humanos, tampoco para los perros y gatos. No es para seres dignos. Es la tragedia del hombre convertido en mutante que se sostiene en el absurdo y grotesco. Huele mal.
Tal vez, tú, querido lector, que transitas todos los días por el Centro de Lima, esta columna te parezca exagerada y absurda, porque tú no ves así a las calles de la ciudad. Solo te pido que te detengas un minuto y observes con atención y ojo crítico, y así verás lo que te estoy describiendo con repugnancia. No podemos acostumbrarnos a lo grotesco, a aceptar la corrupción y la suciedad. La rebeldía es necesaria para asegurarnos de que nos estamos renovando constantemente. Exijamos calidad en el producto y en la atención, no nos conformemos con el mal servicio y producto. Eduquémonos en disfrutar de la excelencia y dejemos de estar pidiendo un plato bien taypá, y pasemos a exigir calidad y sutileza. Activemos nuestro buen gusto y la vida será distinta.
Un alcalde puede ser inútil, choro, despistado y mudo, pero sus ciudadanos necesitan comprometerse con el objetivo de vivir en espacios libres de contaminación y que, además, aprovechen los beneficios que trae el turismo y lo que brinda el orden y el buen trato. El alcalde no orina en las paredes de los edificios, él no bota la basura, no escupe en la vereda y tampoco conduce las unidades de transporte que causan el caos por donde pasan. El alcalde no hace eso, pero puede ser fuente de un nuevo modelo de vida y de comportamiento, si es que decidiera conectarse con los ciudadanos.
Si el alcalde no hace nada por promover la higiene y el orden, somos los ciudadanos los que necesitamos empezar el cambio.