Hoy quiero compartir con ustedes, mis pacientes y generosos lectores, dos textos que incluiré en mi libro de narraciones breves de mi infancia en Pucashpa, el paraíso donde nací, y en Iquitos, donde la lluvia y el Sol juegan con los que se besan a escondidas. Aún no tengo idea del nombre del libro, tal vez, aparezca en cuanto vaya recopilando estos textos que están en cuadernos, hojas- espero que no extraviadas- en la computadora, el celular y en Facebook. Acepto mi tarea de meterme en el bosque de mis escritos.
Una explicación necesaria, la gran mayoría de estos textos nacieron al escuchar y recordar cualquier canción de finales de los 60 y de la década del 70.
El avispón
De niño bailaba «El avispón» de Los Destellos, sin parar e inconsciente. Horas y siglos en un movimiento, alucinado y sonriente, hasta que la aguja del tocadisco abandonaba su función y las aves cambiaban de plumaje. Yo fluía en el río Amazonas. Cerrando los ojos me dirigía hacia el sol, atravesando los árboles y destruyendo el himen jodido de la servidumbre.
Mi miedo al chuchallaqui, al tunchi, y al tenebroso maligno desaparecía con solo moverme y tocar las hojas de la temida y generosa ishanga. Desde Pucashpa yo realizaba viajes al interior y al exterior de la galaxia tropical y en mi sangre quedó tatuado el pentagrama sicodélico.
En Iquitos, me sacaban de las fiestas porque los adultos ya no querían a un huambrillo estorbando y quitándoles a la señorita que, seguramente, estaba a punto de decir sí. Se venía una noche mágica. Yo no entendía razones, porque para mí la fiesta era para bailar y el que podía y quería hacerlo, simplemente, debía moverse sin importar la crítica y la burla, que no es lo mismo que la risa. Nos movemos y punto. Y cómo no hacerlo si «El avispón» es mágico y nos hace bailar entre ríos, quebradas y bosques.
En Iquitos, si no sueñas, mueres. Si te pones lógico y refutas que los árboles no tienen madre, si quieres reírte cuando escuchas que de los ríos salen sirenas y bufeos transformados en bellas mujeres y hombres, o quieres demostrar que el silbido del tunchi es el viento y que el ayapullito no existe, estás fuera de foco o zafado.
Si vas para Iquitos, prepárate para ingresar a otra dimensión y solo necesitarás hacerte cargo de tu libertad.
El maligno
Hoy recordé esta canción, (Aunque te vayas muy lejos del grupo Caña Brava) gracias a un sonido de la ciudad, mientras iba por el malecón Cisneros y la gente caminaba mirando el mar de Miraflores.
En mi infancia, tal vez, entre mis 5 y 6 años, cuando vivía entre los árboles y el Sol, bañándome en el río Amazonas y bajo la lluvia, sin saber de patria, de fronteras, sin saber leer, solo un perfeccionista de la pesca, un despistado aprendiz de curandero con manteca de boa y hierbas eróticas.
Escuchaba esta canción mientras me ejercitaba en predecir en qué minuto del siglo iba a llover. Y la silbaba en la oscuridad para combatir al maligno que jodía y jodía porque sabía que yo le tenía miedo.
Cuando lo enfrenté, mostrándole el filudo sable que usaba mi abuelo, el maligno se mató de risa, y creí que todo ya estaba perdido. Se acercó danzando como Gene Kelly en «Singin’ in the rain» y yo solo atiné a mostrarle mi pene como última acción, antes de mi fin. El maligno retrocedió gritando que él no tenía pene, y que cuando estuvo vivo no supo utilizarlo, que por eso nadie le recordaba, no le encendían velas. Nadie iba a su tumba.
-Mereces vivir, cuídate nomás de los imbéciles que podrían decirte que leer hace daño, que leer te hace perder la memoria. Y, ¡vete ya a Iquitos que aquí estás jodiéndome!